Todo mi ser era confusión. No sabía
qué hacer. Me había enamorado de la chica a la que debía proteger. Esa era mi
misión, no la de enamorarme. Después de terminarla me mandarán a otra y me
alejaré de ella sin poder evitarlo. Porque es lo que tenía que pasar. Así tenía
que ocurrir. Quizás me precipité demasiado. Ahora todo será más difícil.
Mientras tanto, seguiré protegiéndola en sueños.
Abrí los ojos. Estaba tumbado en mi
cama boca abajo, buscando su olor entre las sabanas.
Una vez se hubo ido, me perdí en mí
y volví a ser el joven ángel guardián de los sueños que siempre había sido.
Había dejado que el dolor me envolviera y dejé que mis omoplatos se abrieran de
nuevo para dar paso a unas alas blancas de 1,5 metros. Me pregunté qué era lo
que debía hacer ahora. Cuando desaparecerían esas alas. Entonces recordé lo que
una vez me dijo mi padre: “el deseo te incita más a ser quien eres, no lo
olvides Pablo, esa chica solo es a alguien a quien debes proteger, si te
entregas a ella descubrirá tu secreto, tarde o temprano. No la sigas, cumple
con tu misión y olvídala, Pablo, será lo mejor, créeme.”.
Enseguida entendí sus palabras. Yo
tan solo tenía 8 años, era quererla o morir, lo tenía claro. Ya no había vuelta
atrás. Ya había tomado una decisión.
Mis padres estaban en algún lugar
de nuestro gran cielo, vigilándome mientras yo residenciaba en mi piso y
luchaba, ya no por aprobar la misión, si no por la chica de ésta, por la que
había renunciado a todo lo demás. Me las apañaba solo, como podía, había
aprendido a manejarme solo cuando solo era un crío y cuando mis padres
murieron, entendí cual era mi misión.
Ahora necesitaba a alguien a mi
lado, a alguien que me aconsejara que hacer, a alguien que conociera mi
secreto.
-Tulán, ¿tú qué piensas?
El cachorro me miraba extrañado,
era la primera vez que me veía así. ¿Qué estaría pensando?
Algún día tendré que huir para
mantener a salvo mi secreto. Algún día tendré que alejarme de Daniela y volver
con mis misiones de mierda.
Fui a la cocina, con la extraña
sombra de las alas persiguiéndome muy cerca, y bebí un poco de agua helada.
Luego decidí comer, necesitaba comer algo frio. Abrí la nevera y tan solo había
bebida y más bebida. Así que abrí el congelador y me saqué una bolsa de hielo.
Fui engulléndolos uno a uno como si fuera un pato. Me sacudió un escalofrío en
la espalda y un pequeño pinchazo, señal de que mis omoplatos habían absorbido
aquellas alas inmensas que se refugiaban en algún lugar de mi espalda.
Sonreí, ya había amanecido. Abrí la
puerta de la terraza y me estiré. Miré a la calle y vi su coche aparcado. Su
deportivo estaba aparcado enfrente del portal de mi casa, y afuera, apoyado en
él estaba su dueño. En cuanto le miré el me devolvió su mirada tan ardiente,
aquellos ojos tan peligrosos. Tenía que salvar a Daniela de aquel chico. No me
aportaba confianza, y aquella mirada… me recordaba a la mirada del diablo.
El móvil sonó desde mi habitación.
Tulán ladró. ¿Quién será? Sonreí al ver su nombre.
-Hola.-saludó ella, supe que al
otro lado del teléfono, estaba sonriendo.
-Hola mi ángel.
Escuché su risa desde el otro lado
del auricular.
-¿Qué pasa?- le pregunté.
-Necesitaba escucharte.
Sonreí.
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